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lunes, 14 de octubre de 2013

Mi vida querida

Alice Munro fue galardonada la semana pasada con el premio Nobel de Literatura 2013. Pocas veces me ha alegrado tanto conocer la designación de la Academia sueca, que considera a la escritora canadiense “maestra del relato corto", y subraya "su estilo claro" y su realismo sicológico”. Con este motivo, recupero aquí la reseña que publiqué en mayo sobre su última obra publicada en España. Si no la habéis leído, os recomiendo que corráis a vuestra librería más cercana y lo compréis. Imprescindible. 


   
                                                                                        
Alice Munro
Traducción de Eugenia Vázquez Nacarino
Lumen. 2013.
336 págs. 22.90 €. EPUB: 14.99 €.


Todos los relatos de Alice Munro (Wingham, Ontario, 1931) contenidos en esta colección tienen algo estremecedor. Un núcleo poético que estalla en significados complejos a partir de situaciones y personajes en apariencia normales, donde lo ordinario se convierte en extraordinario porque revela lo oculto, lo desequilibrado, lo anormal que hay en todos nosotros en determinados momentos, ante acontecimientos concretos.
La octogenaria narradora canadiense tiene una capacidad extraordinaria para atrapar y sintetizar esas escenas que determinan un antes y un después porque nos enfrentan a una encrucijada moral que exige una toma de decisión, acertada o errónea, que nos marca de por vida, alimentando fantasmas que se sedimentan en nuestro interior para que Munro los remueva, con su escritura mágica, haciendo que afloren feroces a la superficie que habitaron una vez.

Se trata de decisiones propias, como la niña de la niña de Grava, que cuando su hermana se arroja a una cantera anegada y ante el riesgo de que se ahogue, debe decidir si alerta a su madre y su amante, interrumpiendo su encuentro amoroso, o no. Pero también de decisiones ajenas, como la que debe encajar la maestra de Amundsen, abandonada por su prometido, el director del sanatorio de tuberculosos donde trabaja, poco antes de contraer matrimonio. Decisiones que abocan al autoreconocimiento y la transformación de los personajes-viajeros -siempre de camino, cuando no en fuga- de Munro, quien no duda en servirse a menudo del tren como metáfora del viaje interior de sus protagonistas hacia la exploración vital (Amundsen, Tren…). Decisiones, en definitiva, ante las que los personajes oscilan, como bisagras, entre la culpa, asociada a la memoria de lo que pasó, y el olvido que procura la aceptación: “La cuestión es ser feliz. A toda costa. Inténtalo. Se puede. Y luego cada vez resulta más fácil. No tiene nada que ver con las circunstancias. No te imaginas hasta qué punto funcionan. Se aceptan las cosas y la tragedia desaparece”.


Impulso y deber

Los personajes femeninos que Munro pone bajo la lente de su microscopio narrativo suelen debatirse entre el deseo y el deber. Entre los impulsos y los mandatos de la moral dominante o las creencias establecidas. Enfrentados a un conflicto concreto, muchos transgreden la norma. Como  Greta, la mujer de Llegar a Japón, que decide dejar a su hija sola para acostarse con un desconocido en un tren porque el deseo puede a los “afectos cotidianos”; Leah, hija de una familia ultra religiosa fugada con el hijo de un pastor en Irse de Maverley; Mona, la violinista de Santuario; Corrie, la poliomelítica extorsionada por su amante; Sadie, la cantante radiofónica aficionada al baile de El ojo

La obra se divide en dos partes bien diferenciadas, donde casi siempre laten los mismos temas, recurrentes en toda la obra de Munro: el amor, el paso del tiempo, las relaciones paterno filiales, el sentimiento de pérdida que transforma nuestra visión del mundo… Por un lado están los diez relatos iniciales, ambientados desde finales de la II Guerra Mundial hasta aproximadamente 1970, en pequeñas ciudades de provincias. Por otra, Finale, donde la autora incluye cuatro piezas que “no son exactamente cuentos”, sino que “forman una unidad distinta que es autobiográfica de sentimiento” y que, según confiesa la autora, son “lo primero y lo último –y lo más íntimo- de cuanto tengo que decir sobre mi propia vida”. Ahí están los acontecimientos que marcaron su infancia: la experiencia de ver muerta a su niñera Sadie, su obsesiva idea de estrangular a su hermana pequeña solo por el gusto de “probar lo peor”, su visión infantil de una prostituta y esa Vida querida, que cierra el volumen y le da título, en la que la autora habla de cómo (nos) perdonamos lo imperdonable.
Desde un punto de vista formal, la prosa de Munro se desnuda de todo artificio porque aquí lo que importa son los personajes y su historia. Lenguaje exprimido al máximo, tono bajo y aliento corto para que nada solape la poesía de la complejidad humana, en la que no cabe nada que no sea esencial.
Un consejo: una vez iniciada la lectura de cualquiera de estos relatos, no lo deje a medias para continuar más tarde. Apúrelo de una vez y concéntrese en cada palabra, porque con Munro todo cuenta, aunque la traducción de esta obra incite a aprender inglés como sea para tener acceso al original  y no a lo que aquí se nos presenta.

lunes, 1 de julio de 2013

Carme Riera: “Recordar es despertar”

Carme Riera (Palma de Mallorca, 1948) es miembro de la Real Academia Española, catedrática de Literatura Española en la Universidad Autónoma de Barcelona y autora de una veintena de obras de todo tipo de géneros: cuentos, novelas, ensayos… Este año ha publicado con Alfaguara Tiempo de inocencia, una autoficción en la que regresa a su infancia para “resucitar a la niña que maté para tratar de ver de nuevo el mundo con sus ojos”. Una niña “tímida, temerosa, asustadiza y feúcha” de cuya mirada se sirve Riera para escribir la crónica de una época, mediados del siglo veinte; un lugar, la Mallorca previa a la invasión turística; y una clase social, la burguesía isleña.

Tiempo de inocencia está dedicado a su nieta Marina, pero me ha dejado más bien la sensación que lo escribió para sí misma, ¿me equivoco?
No, su nacimiento fue la espoleta y lo escribí para que ella pudiera leerme cuando fuera mayor, para mostrarle que hubo un mundo sin televisión, sin móviles, sin internet. ¡Qué raro le parecerá, seguramente!
¿Qué sensación personal le ha dejado este viaje al pasado?
Mientras escribí fue un poco duro, ahora ya lo he superado.
Creo que a última hora pensó en no publicar el libro, pero ya era tarde. ¿Por qué barajó la idea de silenciar estos recuerdos?
Porque  me parecía que uno no debe mostrar a desconocidos sus intimidades, por pudor.
En el dossier de prensa se describe su obra como una “novela autobiográfica”.  Sin embargo, me cuesta encajarla en el género novelesco y tampoco termino de verla como un relato autobiográfico, aunque desde luego modela su propio personaje cuando era una niña y su biografía para ofrecérsela al lector. ¿Estamos ante una autoficción?
Denominar “novela” a Tiempo de Inocencia es un error. Creo que quien se encargó del dossier se confundió o pensó que las novelas venden más y por eso usó el término de manera equivocada. Fue una lástima que no me lo enseñaran el dossier antes de dárselo a la prensa. Mi libro pertenece a lo que podríamos llamar estampas evocadoras de un mundo que ya no es.
En su relato está la protección y la fuerza que siente cuando su padre coge su mano diminuta. El sonido de las campanas de las iglesias que pautaban sus días de infancia. El olor entremezclado a bacalao, cuerda, petróleo, olivas y esparto de alpargatas del colmado. El sabor de las ensaimadas… Pero también están muy presentes sus miedos infantiles al infierno, a la oscuridad, a los extraños, a los sabañones, a las tormentas… ¿Qué pesa más?


Una mezcla, depende del grado de nostalgia con la que rememoro. Daría cualquier cosa por recuperar esa primera sensación táctil de amparo que me proporcionó la mano de mi padre, pero en absoluto me gustaría verme de nuevo en la capilla del colegio, tapándome la cara con las manos, avergonzada por no ir a comulgar.
Dice Ana María Matute que la infancia es la “edad total”, que los adultos somos lo que nos queda del niño que fuimos y que “vivir cuesta mucho”. Tanto, que “tal vez es un castigo”. ¿Comparte su opinión?
Sí, aunque la mía, queda claro en el libro, no fue un paraíso.
En el prólogo dice usted que a partir de los diez años no nos sucede nada importante en la vida o al menos que no se vive con la intensidad de esos primeros años, de ese Tiempo de inocencia del que habla esta obra. ¿Qué hace tan especiales esos primeros años?
Los niños  establecen una relación con el mundo diferente a la de los adultos, se sienten parte de él.  Todo parece nuevo y hasta mágico.  Los acontecimientos se viven con una  intensidad enorme y eso nos afecta.
Si “la felicidad es aquello que apenas acaba de empezar”, la vejez es…
Lo que está a punto de concluir… entramos en el periodo de la felicidad vicaria.
¿Por qué cuando nos vamos haciendo mayores necesitamos echar la vista atrás y trenzar recuerdos? ¿Porque “nos topamos con la certeza de la muerte” y necesitamos “aferrarnos a la vida”?
Sí, claro, recordar es despertar. Nos despertamos niños, en otros lugares y en otras épocas y eso nos permite revivir, es decir vivir dos veces, o por lo menos imaginar que es así…
¿Somos lo que recordamos o más bien lo que no queremos recordar? ¿Para qué sirve la memoria, para descubrir aquello que nos sucedió o para encubrirlo?
En efecto, somos una mezcla de lo que recordamos y de lo que tratamos de no recordar. Pero somos porque hemos sido, queramos o no. La memoria es selectiva y dominable, de ahí los “olvidos” de tanta gente.
Dice usted que no ha querido enmendarle la plana a la niña que fue y que por eso ha tratado de que su visión adulta no se superpusiera a la visión infantil, aunque vista desde ahora le pareciera ingenua o ilusa. ¿En Tiempo de inocencia está todo lo que su yo infantil ha querido contar o su yo adulto le ha impedido hurgar a fondo en determinados recuerdos?
No está todo, pero sí gran parte y creo que hay poca autocensura. Me parece que la adulta ha permitido que la niña campara a su aire.
Me da la sensación de que pasa de puntillas en lo que toca a sus hermanos, aunque quizá sea cosa mía…
Buena lectora, ciertamente.
La obra se estructura en capítulos muy breves, ¿por qué?
Porque son estampas, que como cerezas van engarzándose y porque la estructura del texto me pareció que así lo requería.
Cuenta que empezó a leer muy tarde y que las monjas pensaron que era un poco retrasada. A mí me pasó lo mismo. ¿No será que lo que era atrasada era su metodología docente?
Me alegro de encontrar a alguien como yo. Supongo que mis monjas no acertaron con el método, no consiguieron interesarme. En Finlandia los niños aprenden a leer muy rápido estimulados por el hecho de que las películas de TV no se doblan, se subtitulan en finés y para entender los dibujos animados de Disney necesitan saber leer. Ahí está el estímulo.
En varios momentos alude a la incorrección política de determinados usos o costumbres de la época. Por ejemplo, cuando habla de los Reyes Magos. ¿Qué opina de la corrección política aplicada a la literatura actual?
Es una muestra más de la  hipocresía característica de nuestra sociedad. Un rasgo, otro más, evidenciador de los tiempos miserables en los que vivimos, dominados por las apariencias.
¿En qué está trabajando ahora?
En el discurso de la RAE.
Usted se ha manifestado contra el monolingüismo. ¿Cómo valora la situación actual de la literatura escrita en catalán, gallego y euskera?
No me he manifestado contra el monolingüismo, he dicho y reitero que quienes tenemos como propias dos lenguas somos más ricos que quienes tienen solo una y que las lenguas minoritarias de España son de todos. Creo que el estado debiera fomentar su uso y protección para que no desaparezcan. El castellano es una lengua fuerte y poderosa, magnífica, en expansión, cuyo uso va incrementándose cada vez más en el mundo, con el catalán, el gallego o el euskera no ocurre eso, de ahí que necesiten protección.

Lee aquí las primeras páginas de Tiempo de inocencia.

 

domingo, 13 de febrero de 2011

'La puerta de la luna': Regreso a la infancia

La puerta de la luna
Ana María Matute
Destino. Barcelona, 2010
850 páginas. 26 euros

Érase una vez una roca
, una especie de plataforma de piedra, sobresaliente en la cresta de una montaña, a la que los niños llamaban ‹‹la puerta de la luna››. Esa roca les servía de escondite, cuando querían estar solos o escapar de algún castigo. Contenía todo un mundo aparte, reservado para ellos, hasta que una niña, llamada Ana María, creció y difundió su secreto. Escribió un artículo titulado precisamente así, La puerta de la luna, para que aquellos adultos que lo leyeran encontraran, atravesándola, el camino de regreso a su infancia. Luego, Ana María siguió escribiendo, porque no sabía vivir sin hacerlo, hasta que a los 85 años, siendo ya premio Cervantes e insigne académica de la Lengua, publicó un libro muy gordo que reunía todos sus cuentos y artículos titulado también así, La puerta de la luna.


Traspasar el umbral de sus tapas es ingresar en un universo único. El universo Matute, habitado por canicas y pistolas de hojalata, por el sonsonete de la tabla de multiplicar y el chirriar de la tiza en la pizarra. En él, la autora catalana, figura esencial de la narrativa española de posguerra, intenta desentrañar los misterios del mundo interior infantil. De la infancia como “edad total”, como “vida cerrada y entera” porque “un niño es otra cosa que un hombre o una mujer que aún no ha crecido”. Si acaso, lo contrario. Los adultos somos lo que nos queda del niño que fuimos. Y quizá por eso Matute se aferra al paraíso. A lo que somos antes de descubrir que “vivir cuesta mucho”. Tanto, que “tal vez es un castigo”.


Como afirma en el prólogo María Paz Ortuño Ortín, en el universo matutiano caben muchos mundos. Así pues, su obra no habla solo de infancia, sino también del cainismo como trasunto de la guerra civil. De la injusticia social de la posguerra. De la incomunicación. Y lo hace siempre con esa prosa sensorial , simbólica y mágica que parte de lo cotidiano para llegar a la esencia de la condición humana.


De entre todos sus relatos, Matute tiene dos favoritos: “Cuaderno para cuentas” y “El niño al que se le murió el amigo”. Atraviese La puerta de la luna y busque el suyo. Pero sobre todo, intente reencontrarse con el niño “que aún vaga dentro de nosotros, buscando inútilmente puertas y ventanas por donde escapar” antes de que descubra que ya no está y, colorín, colorado, este cuento se acabe.

jueves, 20 de enero de 2011

El niño que somos

Ana María Matute sostiene que cada adulto es lo que queda del niño que fue. Yo fui una niña de rodillas arañadas, novelera y cuestionadora. Volví loca a mi madre preguntándole el “po té” de las cosas antes de aprender a escribir “mi mamá me mima”. Luego, cuando fui capaz de pronunciar por qué en vez de po té, enloquecí con mis preguntas a las monjas de mi colegio, afines a la doctrina del ordeno y mando por los siglos de los siglos, amén. Aunque lo intentaron, no me doblegué y así me convertí en lo que hoy sigo siendo. Una preguntona impenitente. Así pues, me pregunto qué queda en nuestros políticos del niño que fueron. Siendo como son, imagino que Rajoy fue el típico niño acusica, proclive a señalar las faltas ajenas para ensalzar, así, su aparente virtud. Supongo que Zapatero fue un friki ensimismado con dificultades para discernir entre realidad y ficción, el rarito de la clase. Aznar, uno de esos niños permanentemente cabreados, con los que una prefería llevarse bien por miedo a que la tomara contigo en vez de con otro. Y González, el niño que bajaba a jugar a la calle con una canica en el bolsillo y volvía a casa con la bolsa llena.