jueves, 25 de noviembre de 2010

Agua, lejía, detergente, amoniaco...

Llegó a casa de madrugada, conduciendo como un loco, perseguido por los aullidos encadenados de los perros del barrio. Cuando salió del deportivo, sintió que las gotas de lluvia se le clavaban en la espalda, como alfilerazos helados, antes de que, maldiciendo entre dientes, atinara a ponerse su chaqueta negra. Luego, tambaleándose, caminó bajo la tormenta por el sendero embarrado en dirección a la casa. Pisoteó las petunias preferidas de su mujer, saltó los tres escalones del porche y, cuando se disponía a entrar, vio a través de la ventana que Esther estaba fregando el hall de la entrada. Maldita loca. Siempre limpiando. ¿Por qué no dejaba que se ocuparan de ello las chicas del servicio? No, tenía que hacerlo ella. Si estaba nerviosa, barría. Si estaba triste, limpiaba el polvo. Si estaba preocupada, fregaba. Agua, lejía, detergente, amoniaco… A eso olía Esther. Y, ¿cómo podía un hombre follarse a una mujer que olía a amoniaco? ¿Cómo podía permitir que le acariciara la cara con sus manos blancas, de muerta, apestando a lejía? ¿Cómo decirle que pese a su obsesión por limpiar todo, la vida no era más que un saco de mierda?

Hoy tendría un buen ejemplo de ello, pensó mientras regresaba al jardín. Hoy sabría que hay mierda que no se puede limpiar, se dijo al agacharse y restregar sus manazas contra el barro. Desafiante, se untó con ellas la pechera de la camisa, donde bailaba como una soga mojada su corbata de ejecutivo. Luego, se puso de pie como pudo y volvió, jadeante, al porche. El suelo gruñó bajo su peso, pero no lo oyó. Miró sin ver la lluvia. Pensó que cuando le dijera a Esther que le habían despedido pondría, seguro, esa mirada que odiaba tanto. Se acercó al canalón y dejó que el potente chorro de agua le limpiara las manos. Luego, intentó secárselas restregándolas contra el pantalón, pero no consiguió nada más que saber que estaba calado. Calado y muerto de frío, así que sacó la petaca del bolsillo trasero y se la llevó con rabia a la boca. Bebió como un sediento y la devolvió al bolsillo más decidido que nunca a no aguantar más. Se acabaron las miradas de reproche. La desilusión pintada en los ojos de Esther. La certeza de que cada día se arrepentía de haberse casado con un hombre como él. Hiciera lo que hiciera. Pese a la bonita casa en la que vivían, los coches de lujo, el abono del club privado, el servicio… Nunca era suficiente. Nunca estaba suficientemente limpio. Nunca era perfecto.

Fue entonces cuando escuchó un ruido a su espalda. Esther estaba golpeando suavemente el cristal de la ventana con los nudillos. Con delicadeza, como si no quisiera mancharlos. Él miró con ojos incendiados hacia ella y vio la decepción en su mirada. Abrió la puerta huracanado justo cuando estalló el primer trueno de la tormenta.

(25 de noviembre. Día Internacional de la Eliminación de la Violencia contra la Mujer)

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