
Traducción de Xavier González Rovira
Anagrama. 2012.
184 págs. 16.90 €
Un escritor de moda en Inglaterra llamado Jasper Gwyn camina
un buen día por Londres y de repente siente la necesidad de dejar su oficio.
Tiene cuarenta años, quiere enterrar su brillante carrera y lo hace. Abandona.
Deja de escribir novelas no porque se le haya secado la inspiración, sino
porque, como diría Bartleby, el escribiente de Melville “preferiría no hacerlo”.
El oficio de escribir se le ha hecho imposible y odia sus
miserias -las reglas del juego editorial y la “exposición pública innatural”
asociada a la escritura-, pero ese aislamiento del mundo literario que el
protagonista vive inicialmente como un alivio le provoca poco después un vacío
aterrador. Echa de menos “el cotidiano cuidado con el que poner en orden
pensamientos en la forma rectilínea de una frase” así que resuelve trabajar
como copista, igual que Bartleby. Un “oficio limpio”, como las lavanderías que le gusta frecuentar a Mr Gwyn. Más concretamente, decide hacer retratos,
para “llevar de regreso a casa” a la
gente y doblegar su talento como escritor “hasta una posición incómoda”. Desnudar
a sus retratados hasta que se les caigan los velos que los caracterizan como
personajes e indagar su esencia. La historia que llevan dentro. Porque “nos
quedamos parados en la idea de ser un personaje empeñado en quién sabe qué
aventura, aunque sea sencillísima, pero lo que tendríamos que aprender es que
nosotros somos toda la historia, no sólo ese personaje”.