Traducción de Guillem Sans Mora.
224 páginas. 17,90 €. EPUB: 12,99 €.
Umberto Eco (Alessandria, 1932) tiene las condiciones donjuanescas propias de un seductor literario, capaz de bajar a las cabañas y subir a los palacios, pero en esencia es un escritor aristocrático. Le gusta establecer una complicidad silenciosa con el lector sofisticado, mediante contraseñas y alusiones cultas, indescifrables para el público común, aunque esos guiños académicos adicionales no impiden que la generalidad pueda paladear historias como El péndulo de Foucault. Ahí reside uno de los innumerables méritos de este escritor atento a las minorías, pero indudablemente mayoritario.
Sin embargo, Confesiones de un joven novelista no es un ensayo para todos los públicos porque recopila cuatro conferencias que el profesor italiano -actualmente titular de la cátedra de Semiótica y director de la Escuela Superior de Estudios Humanísticos de la universidad de Bolonia-, impartió en Harvard. Se trata, pues, de textos intencionadamente académicos y que, llevados al papel, se dirigen a lectores refinados y tenaces. Son lecciones para iniciados a los que no les importe leer sus textos “dos veces, quizá incluso varias veces, para poder entenderlo mejor”, donde Eco apenas revela las recetas de su cocina creativa, más allá de algunos ingredientes ya conocidos: sus novelas crecen a partir de ideas fecundas que son poco más que imágenes; durante los años de gestación literaria se recluye en una especie de castillo encantado en el que, “en un estado de enajenación autista”, se dedica a recopilar documentos, dibujar mapas, esbozar las caras de sus personajes…
Pese a que el título alude a una supuesta confesión, lo cierto es que Eco calla más que cuenta y, por tanto, satisfará poco la curiosidad de sus lectores incondicionales a la caza de pistas sobre su oficio como escritor. Y, hablando del título, Eco tampoco es un joven novelista. Aunque publicó su primera novela, El nombre de la rosa, en 1980 y, por tanto, su edad literaria apenas supera los treinta años, lo cierto es que está a punto de convertirse en octogenario. Bromas de sabio.
Descartadas las confesiones y la presunta juventud de Eco, quedan las lecciones. Aquellos que nunca se hayan interrogado sobre la naturaleza de los personajes de ficción, entenderán mejor por qué mucha gente siente solo una ligera inquietud por la muerte de hambre de millones de individuos reales, mientras llora desconsolada la muerte ficcional de Ana Karenina. Nada que no haya contado ya, y mejor, por ejemplo, Mario Vargas Llosa, pero sin duda interesante visto bajo el prisma reflexivo del erudito italiano. Mucho más, en cualquier caso, que las ochenta y tres páginas que Eco dedica a las listas, regodeándose en una afición al flatus vocis –el puro placer del sonido- reservada para obsesos de este mecanismo literario, y que ya trató, por cierto, en El vértigo de las listas.
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