Paul Auster
Traducción de Benito Gómez Ibáñez
Anagrama. Barcelona, 2010
288 páginas. 18,50 euros
Florida. 2008. Miles Heller limpia casas expropiadas por los bancos “en un mundo que se viene abajo, abrumado por la ruina económica”. Tiene 28 años. Lleva más de siete fugado de su casa neoyorkina, pero su huida real comenzó antes. En 1996, cuando empujó a su hermanastro Bobby y murió, atropellado por un coche.
Así arranca Sunset Park, la última obra del magnético Paul Auster (Nueva Jersey, 1947). Una alegoría sobre la quiebra económica y moral de Estados Unidos. “Nación difunta” desde la guerra de Vietnam. Incapaz de reinventar el modo de vida americano. Entregada a la “cultura de usar y tirar generada por la avaricia de las empresas”, que sitúa al individuo en un escenario alienante y vacío de sentido. Como el que rodea a Miles Heller. Un tipo deshabitado, como las casas que limpia, que se ha autoimpuesto un objetivo aniquilador: vivir sin deseos ni esperanzas. Un ser casi tan deshumanizado y extranjero de sí mismo como el Meursault de Camus. Será por ello que el sol de Florida hiere a Miles como el sol argelino daña a Meursault en El Extranjero, porque “no ilumina las cosas sino que las oscurece: cegando con su continua y excesiva refulgencia, machacándole a uno con sus ráfagas de vaporosa humedad, desequilibrándolo con sus reflejos de espejismo y trémulas oleadas de vacío”.
Foto: Carles Mercader |
Pero, a diferencia de Meursault, el ateo Miles tiene remordimientos. Arrastra una culpa cainita. Por eso se entrega a un “suicidio simbólico” detenido apenas por Pilar, una cubana de la que se enamora porque le brinda un techo bajo el que cobijarse. Sin embargo, Pilar es menor de edad y su relación ilegal le obliga a huir de nuevo. A Sunset Park, el vecindario de Brooklyn que da título a la novela, habitado solo por “la desolada tristeza de la pobreza y la lucha del inmigrante, un barrio sin bancos ni librerías”. Allí, se instala en una casa con vistas a un cementerio, ocupada por su amigo Bing Nathan y otros jóvenes en fuga hacia la oscuridad. Seres rotos, mutilados. Como Homer, el marinero sin manos de Los mejores años de nuestra vida, de Wyler, cuya sombra iluminadora se proyecta simbólicamente sobre toda la novela para que sepamos que ya nada es ni será como como fue. Que no hay hogar al que volver. Solo casas y vidas que ocupar, hasta que nos echen.
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