jueves, 30 de septiembre de 2010

Cuestión de principios

Tengo un problema. Me estoy haciendo mayor. Lo barruntaba desde hace tiempo, porque el espejo no miente y el DNI menos. Como casi todas las mujeres a partir de los cuarenta, soy invisible hasta para los obreros. Ya no me silban desde los andamios. Además, hace poco una niña se ofreció a cederme su asiento en el autobús. Pese a que mis neuronas y mis estrógenos ya no son lo que eran, controlé el impulso súbito de matarla. Incluso le di las gracias porque es lo que se espera de un adulto como yo.

Sin embargo, lo que me preocupa de hacerme mayor no es que me cuelguen las carnes, sino las creencias. Reconozco que cada vez tengo menos y las que sobreviven se me están poniendo fofas porque, aunque intento ejercitarlas, la gravedad de la fuerza bruta que tienen los hechos amenaza cada día con dejármelas como un colgajo. Ya no creo en los curas, ni en los sindicatos, ni en la izquierda, ni en los partidos políticos convencionales, ni en los empresarios… Sin embargo, pese al manifiesto declive de mis creencias, conservo mis principios esenciales bien turgentes, como cuando tenía veinte años.

Groucho Marx decía: “Estos son mis principios. Si no le gustan, tengo otros”. No me gusta señalar, pero la cita parece hecha a medida de los socialistas, que se presentan a las elecciones con una doctrina y un programa y luego, sin anestesia, nos meten por donde más duele una reforma laboral que apesta a neoliberalismo, pretextando que no había más remedio. Si es así, ¿para qué votamos a los políticos? ¿No deberíamos votar a los capitostes del FMI y a los tiburones de Wall Street y las grandes corporaciones que son quienes de verdad deciden qué hacer, cuándo y cómo hacerlo?

Sin duda soy una antigua, pero tengo principios democráticos y creo, sinceramente, que inclinarse como un vasallo ante aquellos que propiciaron esta crisis y acatar sus recetas supone una renuncia explícita a la democracia. Si un presidente se baja los pantalones, fijo que nos dan por el orto a los mismos de siempre, y Zapatero lo ha hecho. Muy recientemente, en el mismísimo Wall Street. Por eso, haya salido como haya salido, creo que la huelga del pasado miércoles era necesaria. Y habrá que hacer más, mucho más, en esa misma dirección. Ya sé que nado contracorriente, pero es una cuestión de principios. Si no le gustan, como diría Groucho, tiene otras columnas.

domingo, 26 de septiembre de 2010

¿Quién cuida al cuidador?

Rita Hayworth. Carmen Conde. Charles Bronson. Enrique Fuentes Quintana. Charlton Heston. Ladislao Kubala. Puskas. Juanjo Menéndez. Ronald Reagan. Adolfo Suárez. Eduardo Chillida. Jordi Solé Tura. Pasqual Maragall… ¿Qué tienen en común todos estos personajes? ¿Fama? ¿Poder? ¿Prestigio? ¿Influencia? No. En realidad se trata de una enfermedad, cuyos síntomas identificó un psiquiatra alemán, Alois Alzheimer, hace más de cien años. Una enfermedad neuro-degenerativa de las células cerebrales cuya progresión resulta aterradora.


El Alzheimer afecta a cerca de 650.000 personas en España. Cada año, se manifiestan más de 100.000 nuevos casos. Y la cosa amenaza con ir a más. Se prevé que el número de enfermos se duplicará en 2020 y se triplicará en 2050.

Cuando Maragall anunció en otoño de 2007 que padecía Alzheimer, pronosticó que su enfermedad sería “vencible y vencida” en apenas 10 ó 15 años. Ojalá sea así. Ojalá los avances médicos salven al ex presidente de la Generalitat de Cataluña, y a todos cuantos sufren este terrible mal. Pero mientras llega ese momento, los cuidadores de estos enfermos necesitan ayuda. Mucha más ayuda que la que en estos momentos reciben.

El Alzheimer acapara entre el 10 y el 25% de los ingresos anuales de una familia. El 42% de los cuidadores de los pacientes con demencia, en su mayoría familiares directos, dedican más de 10 horas a esta labor. Apenas pueden salir de casa para ir al banco, a la compra o al médico. Viven por y para sus enfermos. Enfermos anónimos cuidados por héroes domésticos, también anónimos.

Yo conozco a varios. Un amigo que ha tenido que pelear a brazo partido con su empresa para que le diera días libres para cuidar a su padre. O una amiga de mi madre, que se encuentra en la fase inicial de la enfermedad, cuyo cuidado se están repartiendo sus hijos. La pregunta es, ¿quién cuida al cuidador?

Me parece genial que el Congreso de los Diputados haya aprobado una proposición no de ley para que los padres de niños con cáncer puedan optar a una baja laboral retribuida para el cuidado de sus hijos. Lo que me pregunto por qué esa iniciativa no se hace extensible a los cuidadores de otros enfermos, como los de Alzheimer.

domingo, 19 de septiembre de 2010

Ráscame la espalda

Ocurrió a mediodía, cuando entré a comprar un sándwich de queso con nueces para apaciguar el incipiente gorgojeo estomacal que me suele atacar, con puntualidad británica, a las once y media de la mañana. Un tipo enorme, de cincuenta y tantos años, con pinta de cobrador del seguro de los muertos, se colocó detrás de mí, en la cola.

Mientras esperaba, eché un vistazo a las últimas noticias en el iPod. Leí con interés que la presidenta de la Comunidad de Madrid, la thatcheriana Esperanza Aguirre, había anunciado su intención de reducir dos tercios de las horas de liberación sindical que los miembros de los comités de empresa y delegados de la Administración regional dedican a la representación de los trabajadores. Como es lógico, el anuncio levantó un revuelo enorme. Que si el recorte permitirá reducir las contrataciones eventuales y ahorrar un dinero meganecesario en tiempos de crisis… Que si Espe quiere cargarse a los sindicatos porque son los únicos que de verdad protestan contra sus políticas privatizadoras de la sanidad en Madrid... Que si los delegados sindicales son unos haraganes que aprovechan sus horas sindicales para ir al Corte Inglés…

Como estaba muerta de hambre no acerté a centrifugar como es debido semejante maraña de argumentos, así que decidí dejar el iPod en paz hasta que contentara a mi estómago. Y, justo en ese momento, alguien me pegó el berrido en la oreja. “Ráscame la espalda”, me gritó. Yo me giré, pensando que sería un amigo del barrio gastándome una broma, pero no. Era el cobrador del seguro de los muertos en pleno estallido de quién sabe qué desequilibrio mental. O puede que no fuera un cobrador del seguro de los muertos. Para El Mundo sería un liberado sindical escaqueándose para desayunar. El País, en cambio, diría seguro que es uno de los pobres enfermos que la privatizada sanidad madrileña desatiende tan a menudo.

El caso es que en ese momento me tocó mi turno. Pedí mi sándwich y salí pitando. Cuando me lo comí, y recobré mis funciones neuronales, dejé caer mi Ipod sobre el cuenco de un pobre que pedía limosna. Al ver lo que le había echado, el pobre me llamó puta y no sé qué más, pero me di a la fuga. Desde entonces, nunca paso por su esquina.

domingo, 12 de septiembre de 2010

Quesquesé se merdé

Nicolás Sarkozy ha convertido a los gitanos en chivo expiatorio por motivos electorales. Aupado sobre las alzas que utiliza en sus zapatos porque quisiera ser tan alto como la luna, -ay, ay, qué miedo me dan los políticos chiquitos con aires de grandeza-, decidió frenar su caída de popularidad en las encuestas expulsando a miles de gitanos de territorio francés. En otras palabras: Sarkozy se ha pasado la cacareada liberté, égalité y fraternité por el Arc de Triomphe y, lo peor de todo, es que Europa asistió impasible a esta vergonzante, xenofoba y racista iniciativa hasta el pasado jueves, cuando la Eurocámara instó, finalmente, a Francia a suspender inmediatamente las deportaciones.

El presidente de la Comisión Europea, el conservador José Manuel Durao Barroso, tiene hiperdesarrollada esa habilidad de los camareros esquivos, que no te ven, aunque agites los brazos sobre la barra para pedir una de gambas, y no te oyen, aunque le pidas dos cañas para acompañar las gambas a gritos, hasta que a ellos les da la real gana. Como ellos, Durao Barroso no ve, ni oye, ni entiende, ni dice esta boca es mía, aunque lo suyo es más grave. Él lo hace para no incomodar a los países más poderosos de la Unión, como Francia.

Sin embargo, los hechos son los hechos y los hechos dicen que Francia firmó al Tratado de Lisboa que incluye la Declaración de Derechos Fundamentales de la Unión Europea, que prohíbe las expulsiones colectivas y “toda discriminación, y en particular la ejercida por razón de sexo, raza, color, orígenes étnicos o sociales”. Además, establece que los ciudadanos comunitarios tienen “derecho a circular y residir libremente en el territorio de los Estados miembros”. Así pues, si Francia no cumple con lo que firmó, la Comisión Europea debe abrir una investigación y, en su caso, denunciar al gobierno francés ante el Tribunal de Luxemburgo. Y, ¿si no lo hace? Entonces le mandaré por correo a Durao Barroso el Quesquesé se merdé de La Trinca. No servirá de nada, lo sé, pero me aliviará los síntomas de la úlcera que aún no tengo pero tendré si hago como que no veo, ni oigo, ni entiendo, ni digo esta boca es mía…

domingo, 5 de septiembre de 2010

Consumidor, arrepiéntete

Una pintada junto a un centro comercial de Roquetas, en Almería, dice: “Consumidor, arrepiéntete”. Decenas de familias pasan junto a él sin mirarlo. Cargados con bolsas de tomates para el gazpacho, pescaíto y sandía, que la crisis no da para más.
A miles de kilómetros, en Nueva York, turistas de todo el mundo tiran de tarjeta para saciar el hambre de consumo que alimentan los neones multicolores de Times Square y la publicidad incesante, que te apela desde el interior de un vagón de metro, desde el más insignificante de los escaparates, desde la televisión que te despierta las ganas de poseer un producto que ni siquiera sabías que existiera… Nueva York es una ciudad estómago a la que entras como ciudadana y de la que sales, quieras o no, recreada en consumidora. Si no compras, no eres. Allí, más que en ningún otro lugar del mundo que haya conocido, no importa quién seas ni de dónde vengas. Importa solo lo que eres capaz de consumir. Los dólares que tengas en la cartera.

Perros gordos con hechuras porcinas pasean junto a sus orondos amos por la Quinta Avenida camino de Central Park, calzados con botitas de agua para proteger sus pezuñas de los charcos. Dan tres pasos y se sientan, agotados por su evidente sobrepeso. Sus dueños tiran de ellos para forzarlos a andar, pero solo consiguen que avancen un par de metros antes hasta la siguiente claudicación canina.

A su lado, viandantes pertrechados de traje y corbata devoran hamburguesas de 1.400 calorías. En los teatros de Broadway, los espectadores sacan tuppers de plástico con lasaña para entretener la espera antes de que comience la función. En el metro, una señora con obesidad mórbida finiquita un helado enorme camino de Harlem. Aquí, o comes o te comen. O devoras o te devoran, así que más vale que tengas buen diente, my friend. Camina y come. Sea lo que sea. Párate en un puesto de perritos calientes, impregna tu ropa de ese olor a fritanga made in USA que apesta el centro de la ciudad, cierra los ojos y abre la boca. Come hasta que notes ese chute de colesterol en las venas que debe ser el que, luego, te abre las ganas de comprar tres Levi’s y doce camisetas de I love New York de una tacada mientras en la mirada se te pinta ese brillo de consumo desaforado que aún conservas cuando llegas a la habitación del hotel, te miras al espejo y ves a alguien que no eres tú. Una loca que no sabe quién es. Una loca que tiene, no sabe para qué, tres vaqueros y doce camisetas y que echa de menos, a muerte, el gazpacho y el pescaíto de Roquetas...