domingo, 5 de septiembre de 2010

Consumidor, arrepiéntete

Una pintada junto a un centro comercial de Roquetas, en Almería, dice: “Consumidor, arrepiéntete”. Decenas de familias pasan junto a él sin mirarlo. Cargados con bolsas de tomates para el gazpacho, pescaíto y sandía, que la crisis no da para más.
A miles de kilómetros, en Nueva York, turistas de todo el mundo tiran de tarjeta para saciar el hambre de consumo que alimentan los neones multicolores de Times Square y la publicidad incesante, que te apela desde el interior de un vagón de metro, desde el más insignificante de los escaparates, desde la televisión que te despierta las ganas de poseer un producto que ni siquiera sabías que existiera… Nueva York es una ciudad estómago a la que entras como ciudadana y de la que sales, quieras o no, recreada en consumidora. Si no compras, no eres. Allí, más que en ningún otro lugar del mundo que haya conocido, no importa quién seas ni de dónde vengas. Importa solo lo que eres capaz de consumir. Los dólares que tengas en la cartera.

Perros gordos con hechuras porcinas pasean junto a sus orondos amos por la Quinta Avenida camino de Central Park, calzados con botitas de agua para proteger sus pezuñas de los charcos. Dan tres pasos y se sientan, agotados por su evidente sobrepeso. Sus dueños tiran de ellos para forzarlos a andar, pero solo consiguen que avancen un par de metros antes hasta la siguiente claudicación canina.

A su lado, viandantes pertrechados de traje y corbata devoran hamburguesas de 1.400 calorías. En los teatros de Broadway, los espectadores sacan tuppers de plástico con lasaña para entretener la espera antes de que comience la función. En el metro, una señora con obesidad mórbida finiquita un helado enorme camino de Harlem. Aquí, o comes o te comen. O devoras o te devoran, así que más vale que tengas buen diente, my friend. Camina y come. Sea lo que sea. Párate en un puesto de perritos calientes, impregna tu ropa de ese olor a fritanga made in USA que apesta el centro de la ciudad, cierra los ojos y abre la boca. Come hasta que notes ese chute de colesterol en las venas que debe ser el que, luego, te abre las ganas de comprar tres Levi’s y doce camisetas de I love New York de una tacada mientras en la mirada se te pinta ese brillo de consumo desaforado que aún conservas cuando llegas a la habitación del hotel, te miras al espejo y ves a alguien que no eres tú. Una loca que no sabe quién es. Una loca que tiene, no sabe para qué, tres vaqueros y doce camisetas y que echa de menos, a muerte, el gazpacho y el pescaíto de Roquetas...

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