domingo, 19 de septiembre de 2010

Ráscame la espalda

Ocurrió a mediodía, cuando entré a comprar un sándwich de queso con nueces para apaciguar el incipiente gorgojeo estomacal que me suele atacar, con puntualidad británica, a las once y media de la mañana. Un tipo enorme, de cincuenta y tantos años, con pinta de cobrador del seguro de los muertos, se colocó detrás de mí, en la cola.

Mientras esperaba, eché un vistazo a las últimas noticias en el iPod. Leí con interés que la presidenta de la Comunidad de Madrid, la thatcheriana Esperanza Aguirre, había anunciado su intención de reducir dos tercios de las horas de liberación sindical que los miembros de los comités de empresa y delegados de la Administración regional dedican a la representación de los trabajadores. Como es lógico, el anuncio levantó un revuelo enorme. Que si el recorte permitirá reducir las contrataciones eventuales y ahorrar un dinero meganecesario en tiempos de crisis… Que si Espe quiere cargarse a los sindicatos porque son los únicos que de verdad protestan contra sus políticas privatizadoras de la sanidad en Madrid... Que si los delegados sindicales son unos haraganes que aprovechan sus horas sindicales para ir al Corte Inglés…

Como estaba muerta de hambre no acerté a centrifugar como es debido semejante maraña de argumentos, así que decidí dejar el iPod en paz hasta que contentara a mi estómago. Y, justo en ese momento, alguien me pegó el berrido en la oreja. “Ráscame la espalda”, me gritó. Yo me giré, pensando que sería un amigo del barrio gastándome una broma, pero no. Era el cobrador del seguro de los muertos en pleno estallido de quién sabe qué desequilibrio mental. O puede que no fuera un cobrador del seguro de los muertos. Para El Mundo sería un liberado sindical escaqueándose para desayunar. El País, en cambio, diría seguro que es uno de los pobres enfermos que la privatizada sanidad madrileña desatiende tan a menudo.

El caso es que en ese momento me tocó mi turno. Pedí mi sándwich y salí pitando. Cuando me lo comí, y recobré mis funciones neuronales, dejé caer mi Ipod sobre el cuenco de un pobre que pedía limosna. Al ver lo que le había echado, el pobre me llamó puta y no sé qué más, pero me di a la fuga. Desde entonces, nunca paso por su esquina.

0 comentarios: