En días como el de hoy está más claro que nunca que la línea que nos separa de los primates es infinitesimal. En esencia, ellos concentran sus energías en fornicar, mantener bajo control su territorio y su estatus jerárquico en el grupo. Igual que los sobrevaluados humanos.
Lo único que nos separa de los simios es la educación, que mantiene bajo control nuestra permanente predisposición a la violencia. Siendo así, y para evitar la tentación de coger al mono fornicador o a la mona cotilla del cuello, hay una estrategia infalible.
Si está echado tranquilo en la playa y se le sienta al lado un grupo de chavales que le ponen el Wavin flag de Bisbal o el Waka Waka de Shakira una y otra vez a toda pastilla, póngala a prueba. Coja un libro. Sea un mono lector. O váyase a casa, y vea alguna buena película. O a un museo. Verá cómo, al entrar en contacto con la poesía y la belleza, sus pulsaciones vuelven a la normalidad y desaparecen sus instintos primates.
Vengo practicando este remedio desde hace años y me ha sorprendido leerlo en la novela con la que me estoy tratando el brote simiesco de hoy. Se trata de La elegancia del erizo, de Muriel Barbery. Eso sí, como dice Renée Michel, la gorda, antipática, culta e inverosímil portera parisina que protagoniza esta historia, hágalo con cuidado. Meta su libro dentro de un Hola o en un diario deportivo y disimule, que ya se sabe que la “incultura es un escudo indispensable contra el recelo ajeno” y hay mucho Guy Montag reprimido por ahí suelto.
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