La pasada Navidad me regalaron un libro electrónico. Desde entonces, no he conseguido leer ni un solo libro en formato digital porque las editoriales apenas comercializan títulos interesantes y porque, pese a que muchos están disponibles en internet, me niego por principios a piratear contenidos culturales. Así pues, mi precioso e-book coge polvo en la estantería de mi despacho, a la espera de que sufra una regresión que me despierte el interés por releer a Mark Twain o Julio Verne, cuyos textos venían insertos en las tripas de la tarjeta que acompaña al aparato en cuestión, deprimido por su inutilidad, como una tele sin películas o una lavadora sin ropa que lavar.
De cada libro, los escritores solo nos quedamos con entre un 8% y un 10% del precio de venta al público. Las distribuidoras, con entre el 52% y el 55%. Los libreros, con el 25%. Por eso se resisten a divulgar libros digitales que, sin embargo, arrasan en EE.UU. Los editores/distribuidores están cayendo en los mismos errores que cometieron la industria de la música y el cine. Por eso, los lectores buscan en internet lo que la industria editorial les niega. Luego, que no se quejen…
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