Scott Fitzgerald escribió un texto autobiográfico, al final de su vida, en el que habla de su personaje Jay Gatsby: ‹‹Es lo que siempre fui: un joven pobre en una ciudad rica, un joven pobre en una escuela de ricos, un muchacho pobre en un club de estudiantes ricos, en Princeton. Nunca pude perdonarles a los ricos el ser ricos››. Y añade: ‹‹Todo el sentido de Gatsby es la injusticia que impide a un joven pobre casarse con una muchacha que tiene dinero. Este tema se repite en mi obra porque yo lo viví››.
La confesión del autor de El gran Gastby explica los rudimentos argumentales de la novela: chico pobre conoce a chica rica, pero no puede casarse con ella por las diferencias socioeconómicas que los separan. Entonces, el chico gana una fortuna de forma ilícita para igualarse a su amada, ante quien exhibe su poderío, extravagante y excesivo, como corresponde a los nuevos ricos, y cuando parece que va a recuperar a la chica, el destino se interpone y, a la manera de los folletines o los melodramas sangrientos, lo impide.
Sin embargo, El gran Gatsby es mucho más que la historia sobre un amor frustrado. Escrita en 1925, es una alegoría perfecta sobre el final de una época, los dorados años veinte, y un diagnóstico certero sobre la quiebra moral y económica de Estados Unidos que condujo al crack del 29. Crónica de un mundo agónico. Muerte anunciada de una sociedad decadente, irreal y embustera, de moral dudosa, en la que nada ni nadie es lo que aparece, como Daisy, la niña bien cuyo amor persigue como un sueño Jay Gatsby, intentando tocar lo inasible, alcanzar lo inalcanzable. Una ilusión. Nada.
Pese a la perspicacia de su vaticinio, Scott Fitzgerarld logró algo más valioso con su novela. Patentó una forma de mirar la realidad que muchos otros autores han intentado imitar después. La del narrador Nick Carraway, un modesto agente de bolsa, que nos cuenta la historia haciendo que los velos de la frivolidad y las apariencias caigan poco a poco, hasta dejarnos entrever la realidad patética de una sociedad y unos personajes moralmente tullidos, pero velados por una atmósfera de tul, como si más que leerlos los estuviéramos soñando.
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