La cultura es un intangible. Los políticos no pueden cortar una cinta para declararla inaugurada, como si fuera una carretera o un aeropuerto. Como mucho, pueden fotografiarse junto a los edificios que la albergan, como los museos o los teatros. Pero más allá de esa cultura del ladrillo, programática e institucionalizada, existe una cultura sumergida que busca su sitio -si la dejan- en esta sociedad donde, por herencia del franquismo, los intelectuales y los artistas son vistos aún como bichos raros empeñados en ver o mostrar la mugre individual y social. Seres entrometidos, por definición, cuya injerencia se soslaya con la subvención o el ostracismo económico. O estás conmigo o estoy en contra de ti. Comer o ser comido, esa es la cuestión que explica por qué los programas electorales son culturalmente anoréxicos y por qué la cultura sigue siendo nuestra maría política. Como resultado de ello, si alguien la sometiera a un test de esfuerzo, semejante al de los bancos o al Informe PISA que nos saca los colores educativos cada tres años, comprobaríamos que nuestro déficit, respecto a Europa, va mucho más allá del PIB o la renta per cápita.
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